miércoles, 31 de julio de 2013

Templanza y Ecuanimidad





A mi primo lo trajeron los padres, en un ciclomotor Juki, desde Comodoro Rivadavia. Estuvieron media hora y se volvieron; el tío dijo que no le gustaba manejar de noche (pero era de noche). Desde entonces, mi primo se quedó a vivir con nosotros, en Villa Ballester.

Al tiempo de llegar, a los diez minutos más o menos, mi primo me hizo notar que: despatarrado en el sillón había un ser detestable comiéndose la mochila de mi hermanito; y ahí me acordé, mamá nunca me había vuelto a hablar de Matías. Finalmente, yo me había olvidado que tenía un hermanito.

Desde ese momento noté la presencia del bicho en mi casa. Cada vez que giraba la cabeza hacia el noroeste, estaba ahí, comiéndose al perro o rascándose. Intenté hablar con mamá del tema y me pegó una cachetada en la nuca.

Fui a la iglesia más cercana, creo que son evangelistas pero no hablan nuestro idioma. Usan prendedores con la imagen de Juan Pablo II montado sobre un trasbordador espacial. Cuado entré, hicieron silencio y pegaron sus espaldas contra la pared. Después de un rato, finalmente, uno se acercó y me entregó un papelito escrito en español: “Construya una pared. No vuelva a este lugar jamás. TEMPLANZA.”

Cuando regresé a casa, la víctima era mi primo, entonces me decidí: él o yo. Construí la pared de ladrillo hueco, de un lado quedó el adefesio y del otro: mamá y yo. La vieja gritaba.

Perdí mi cama, dormí en la silla. Se me jodió el ciático. Una amiga de mamá me recomendó un médico chino. Lo fui a ver: mientras flagelaba a una iguana con un aparato eléctrico, para que corriera sobre un trotador de hámster ( la iguana no se movía, con cada descarga solo torcía la cabeza y miraba al médico). Me dió un frasquito envuelto en papel madera. No lo abrí hasta que estuve bien lejos de ahí, decía: ECUANIMIDAD. Aquella tarde, cuando volví a casa lo ví todo más claro. Mamá había roto la pared, aparentemente con una tostadora eléctrica. El bicho, todavía más obeso e inapropiado, estaba sentado a la mesa, también había dos miembros no evangelistas de los que hablan otro idioma y el médico chino, mi primo y hasta mi hermanito había vuelto. Comían canelones y miraban la carrera.

Entonces lo comprendí todo, la verdadera importancia radicaba en la atención que le dedicaba a mis parientes, y no en la moral de sus acciones. Lo mismo sucedía con mis pensamientos: el núcleo del conflicto no residía sobre el dilema de la veracidad o no, de las voces en mi mente; sino en observar aquellas expresiones amigablemente, como se observa a alguien que acaba de perder el tren: desilusionada y compasivamente.

José Luis Gallego





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