De paseo por la guerra de la isla de chapa


Sombras. El remís avanza sobre la avenida Olimpo en el inhóspito, humilde, explosivo y picante mundo de La Salada. Desoladamente internacional y sorprendente.
Es tarde, yo tendría que estar en mi casa pero avanzo por una calle con una línea amarilla al medio, al fondo los señores de la Infantería parecen tortugas Ninjas a punto de festejar un cumpleaños sangriento. La Salada rumiante, agitada por los carreros y los señores de seguridad monetizados por Jorge Castillo, el Zar de La Salada, administrador de Punta Mogotes, una isla de chapa y alambre que factura como una multinacional, donde trabajan miles de personas, vendiendo básicamente clones de prendas textiles manufacturadas por etnias que explotan a otras etnias, en general inmigrantes, en sótanos sin prensa esparcidos por el Gran Buenos Aires.
Es tarde y temprano al mismo tiempo, raro. Suena una sirena, como la de los bomberos, los carreros meten ruido y aprestan más basura sobre una pila de cubiertas que arden en la fría noche preelectoral y sin cena. Clima de guerra, los carreos meten ruido a pleno porque el silencio antes de la guerra es insoportable. Entre aprietes, puestos, patovicas, la cara de Castels sobre un cartel justo y casualmente frente al mini paraíso trucho con nombre de lobo marino. Están los medios, suena bombo y gargaras de grapa fluyen junto a rumores, palos, escudos y fuego. El de seguridad que nos tuvo un rato en la puerta de Punta Mogotes, al final se nos acerca y dice, no ahora Castillo no los puede atender, da dos pasos, se da vuelta y con total desatino e insólitamente, agrega: bueno pasen.
Lo seguimos al interior de la feria, adentro hay otros carrerros que no protestan sino que festejan entre chorizos ardiendo junto a otros pedazos vacunos y un tetrabrick inundando la incertidumbre para que se ahogue. Pasillo arriba. Seguridad por todos lados y unas decenas de handys cargándose en una repisa, mas pasillo y escritorio.
Castillo nos atiende. Coppola, Scorsese y hasta mi abuela estarían ansiosos de filmar una película con él, es cinematográficamente rufianesco, una mezcla entre Maradona y Duhalde con un poco de Dani de Vitto. Jorge dibujó un linea amarilla en la calle y les explicó: de acá no se pasa.
Habla de la gente contándola de a cientos, explica, muy amablemente, que para el tema de la seguridad en los puestos, emplea mujeres, son más hábiles para detectar “filtraciones”. Y por eso el domingo pasado lo sorprendieron, pero hoy martes 16 de junio no, esta noche no. Parece que hoy son todos varoncitos y van a la misma peluquería. Entonces nos despedimos de Jorge Castillo y su mini ejercito, y de los carreros y su tribu belicosa de guerreros rodantes, de los señores de la Infanteria y su simpatía galvanizada. Nos despedimos de todos inclusive del señor que cocinaba una pizza en un horno montado sobe un carro.
Entonces lo veo, un perro croto duerme en el asfalto sobre la línea que plantó “monarca” del bártulo, una pata acá y la otra allá. El perro sabe que es perro, ni siquiera se lo plantea lo sabe, pero de línea no entiende un carajo. Es otro plano, el perro está más allá de la ambición humana, o más acá, depende de donde se lo mire. Volvemos, el remisero duerme una siesta y seguramente sueña que es otro. Se despierta, se acomoda. Yo le explico: ahora volvemos, vos no pares, sácanos de acá. Y él nos lleva. Imperturbable.
José Luis Gallego
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