domingo, 2 de junio de 2013



Por qué escribo

Los médicos me diagnosticaron tres meses de vida, a lo sumo cuatro. Se trata de una verruga mental producto de la composición literaria y el abuso indiscriminado de ciertos hábitos, como imaginar. Me lo demostraron con una radiografía de mi intelecto que obtuvieron con una máquina gris.

-¿Usted por qué escribe? Debe dejar de hacerlo, su vida está en juego- me dijo un doctor indignado por la forma en que yo echaba a perder mi existencia.

Escuché que hay una manera de viajar hacia adentro, hacia el interior de uno mismo.
Fui a un brujo, el me enseñó, fumamos en una pipa hecha de hueso, creo que una mezcla de hongos y excremento de pájaro, pero no estoy seguro, cuando le pregunté el chamán, con acento alemán, dijo: “Para viajar adentro”.

Ir hacia el interior es volverse muy pequeño, insignificante, semejante, por lo que leí en un folleto, a viajar al espacio. En un instante estábamos en una nebulosa gris, por pasillos empapados, huecos y traslúcidos. Había olor a voces de mi infancia en las paredes.

Una ciudad hecha de cartílago y flema, triste y noctámbula oscura, gris, ámbar, de crecimiento espontáneo, sin economía, regida por un estado vital. Abrazados, con el brujo, caímos por túneles de ninfa. Llegamos a un órgano y de ahí en más discurrimos  meses entre mis propias entrañas hasta dar con el diagnóstico, mi berruga.

Durante la época que demoré en llegar, me he conocido a mi mismo, quizás como ningún otro lo halla hecho jamás; sin embargo, aunque parezca asombroso, proporcionalmente al tamaño, el tiempo también se relativizó. Toda mi estadía, casi un año completo, se resumió a unos minutos en el mundo exterior. Como de costumbre, nadie advirtió mi ausencia.

He visto cada rincón de mi organismo, he conocido a miles de seres pensantes, inteligentes, esclavos, que habitan en mí. Ellos viven en ciudades órganos.
Cada cuál semejante, comparada con el afuera inmenso, a una ciudad con sus habitantes y arquitectura incluida. También, en el contraste entre las vísceras, la comparación resulta elocuente. Por ejemplo, entre la inmensa ciudad Hígado, hecha de túneles interminables y habitantes de color café, que nunca discuten y siempre tratan a los invitados amablemente y, la metrópolis del Cerebro, dónde los impulsos eléctricos llevan a sus ciudadanos a velocidades impensadas en la zona hepática (donde nadie saluda a nadie); existe un océano de diferencias.

Fueron meses interminables. Me empujaron, me golpearon. Finalmente llegué a mi tumor intelectual. Una masa uniforme separada del resto de la civilización, como una carpa en un shopping. Dentro había muchas maestras como mi señorita de primer grado, tejían cosían, grababan, escribían, dibujaban, en papeles, las paredes. Todas trabajaban como los enanitos de Disney, todas iguales, uniformadas.

Les pedí que se detuvieran, me mostraron sus tatuajes, decían lo mismo que escribían en las paredes, todo el mensaje se reducía a una frase que no repetiré. Cada una de las maestras, la tenía tatuada en diferentes lugares del cuerpo y también bordada en sus ropas. Aunque no considero oportuno reproducir la oración que tallaban las liliputienses en mi organismo, referiré el recuerdo que generó, que mi cuerpo optara por autodestruirse.

Llovía, y todo era distinto en los días de lluvia, ciertas rutinas se veían forzadas a interrumpirse, dejando espacios abiertos por donde era posible observar la verdadera idiosincrasia de los espíritus. Nos sentamos en los bancos. A mi me tocaba con una nena. Personaje, malvado, despiadado y caprichoso de trenzas alineadas. La maestra pasaba por los bancos, controlando, celando, visteando, ostentando, con sus tijeras de podar niños, con sus garras pedagógicas, extensiones del sistema educativo. Sus botas eran de goma y no tenia sentimientos.

Aquella mañana húmeda siendo solo un niño, elaboré una estrategia, imperdonable. Desafiar a la muerte, aún vestida de señorita de primer grado o indiferencia; desafiarla escapando de sus dominios, escribiendo, creando, dejando marcas en la impermanencia, contando repitiendo guardando señales, garabatos en la cara a la eternidad, devoradora de vanidad, de individuos, de historias.


José Luis Gallego

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