Por qué escribo
Los médicos me diagnosticaron tres meses de vida, a lo sumo
cuatro. Se trata de una verruga mental producto de la composición literaria y
el abuso indiscriminado de ciertos hábitos, como imaginar. Me lo demostraron con
una radiografía de mi intelecto que obtuvieron con una máquina gris.
-¿Usted por qué escribe? Debe dejar de hacerlo, su vida está
en juego- me dijo un doctor indignado por la forma en que yo echaba a perder mi
existencia.
Escuché que hay una manera de viajar hacia adentro, hacia el
interior de uno mismo.
Fui a un brujo, el me enseñó, fumamos en una pipa hecha de
hueso, creo que una mezcla de hongos y excremento de pájaro, pero no estoy
seguro, cuando le pregunté el chamán, con acento alemán, dijo: “Para viajar
adentro”.
Ir hacia el interior es volverse muy pequeño,
insignificante, semejante, por lo que leí en un folleto, a viajar al espacio. En
un instante estábamos en una nebulosa gris, por pasillos empapados, huecos y
traslúcidos. Había olor a voces de mi infancia en las paredes.
Una ciudad hecha de cartílago y flema, triste y noctámbula
oscura, gris, ámbar, de crecimiento espontáneo, sin economía, regida por un
estado vital. Abrazados, con el brujo, caímos por túneles de ninfa. Llegamos a
un órgano y de ahí en más discurrimos
meses entre mis propias entrañas hasta dar con el diagnóstico, mi
berruga.
Durante la época que demoré en llegar, me he conocido a mi
mismo, quizás como ningún otro lo halla hecho jamás; sin embargo, aunque
parezca asombroso, proporcionalmente al tamaño, el tiempo también se
relativizó. Toda mi estadía, casi un año completo, se resumió a unos minutos en
el mundo exterior. Como de costumbre, nadie advirtió mi ausencia.
He visto cada rincón de mi organismo, he conocido a miles de
seres pensantes, inteligentes, esclavos, que habitan en mí. Ellos viven en
ciudades órganos.
Cada cuál semejante, comparada con el afuera inmenso, a una
ciudad con sus habitantes y arquitectura incluida. También, en el contraste entre
las vísceras, la comparación resulta elocuente. Por ejemplo, entre la inmensa
ciudad Hígado, hecha de túneles interminables y habitantes de color café, que
nunca discuten y siempre tratan a los invitados amablemente y, la metrópolis
del Cerebro, dónde los impulsos eléctricos llevan a sus ciudadanos a
velocidades impensadas en la zona hepática (donde nadie saluda a nadie); existe
un océano de diferencias.
Fueron meses interminables. Me empujaron, me golpearon.
Finalmente llegué a mi tumor intelectual. Una masa uniforme separada del resto
de la civilización, como una carpa en un shopping. Dentro había muchas maestras
como mi señorita de primer grado, tejían cosían, grababan, escribían,
dibujaban, en papeles, las paredes. Todas trabajaban como los enanitos de
Disney, todas iguales, uniformadas.
Les pedí que se detuvieran, me mostraron sus tatuajes,
decían lo mismo que escribían en las paredes, todo el mensaje se reducía a una
frase que no repetiré. Cada una de las maestras, la tenía tatuada en diferentes
lugares del cuerpo y también bordada en sus ropas. Aunque no considero oportuno
reproducir la oración que tallaban las liliputienses en mi organismo, referiré
el recuerdo que generó, que mi cuerpo optara por autodestruirse.
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Aquella mañana húmeda siendo solo un niño, elaboré una
estrategia, imperdonable. Desafiar a la muerte, aún vestida de señorita de
primer grado o indiferencia; desafiarla escapando de sus dominios, escribiendo,
creando, dejando marcas en la impermanencia, contando repitiendo guardando
señales, garabatos en la cara a la eternidad, devoradora de vanidad, de
individuos, de historias.
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